martes, 22 de octubre de 2013

¿Cómo viven en el campo?¿y en la ciudad?
Aprendiendo con los ratones...


Ratón de campo

Había una vez un ratón de campo que vivía en un nido debajo de un seto. Todos los días trajinaba por los sembrados, juntando granos de maíz. A veces, si se sentía algo más valiente que de costumbre, entraba a hurtadillas en un jardín cercano para darse un festín. Con frecuencia encontraba cortezas de queso en el montón de abono, o migajas de pan que alguien había arrojado a los pájaros.
Un día fue a visitarle su primo, el ratón de ciudad.
— ¡Oh, primo! ¡Qué sorpresa tan agradable! Aquí en el campo llevo una vida muy tranquila y siempre estoy deseando que vengas a verme. Me pasaría el día entero escuchándote contar cosas sobre la vida de la ciudad. Pasa, siéntate y cuéntame qué hay de nuevo...
— Bueno, la verdad es que no sé por dónde empezar —respondió el ratón de ciudad—. Tengo tantas aventuras y como unas cosas tan exquisitas, que...
—Oh, precisamente iba a ofrecerte algo estupendo —interrumpió el ratón de campo—. Esta mañana encontré una corteza de queso deliciosa —añadió orgulloso.
El ratón de ciudad no daba crédito a sus oídos. Lanzó una sonora carcajada al ver que su primo ponía la mesa.
—¡Pobrecillo! ¡Qué vida más terrible debes llevar! Si lo mejor que puedes ofrecerme son unas cortezas de queso, creo que me iré ahora mismo. ¿Por qué no vienes conmigo por unos días? ¡La ciudad es tan emocionante!
Tras pensarlo un poco, el ratón de campo decidió acompañarlo.
El viaje hasta la casa del ratón de ciudad fue largo y peligroso. Al llegar a la ciudad, procuraron ir siempre por las calles más estrechas, pero incluso en éstas había muchísimas personas, y, lo que era peor, muchísimos coches transitaban haciendo sonar sus bocinas.
El pobre ratón de campo temblaba de miedo cuando llegaron a casa de su primo.
— Creo que me arrepiento de haber venido —susurró al entrar de puntillas en la cocina.
— Pronto cambiarás de idea —respondió su primo, alegre—. Mira lo que hay aquí.
El ratón de campo levantó la vista. Junto a él había una mesa cargada de comida. Era un espectáculo tan maravilloso que olvidó sus temores en un abrir y cerrar de ojos.
— Nunca había visto tantas cosas buenas —suspiró feliz.
—Y podemos probarlas todas —dijo su primo—. Ahora siéntate y te traeré lo más delicioso que jamás hayas probado.
En pocos minutos los dos ratones juntaron una enorme pila de chocolate. Pero antes de poder mordisquearlo, se abrió una puerta y entró corriendo un gran gato.
Escaparon casi volando al agujero que el ratón de ciudad tenía en el zócalo.
— Esto es lo emocionante de la vida de ciudad —se rió el ratón de ciudad.
—Te diré que no necesito estas emociones — respondió su primo—. Es verdad que mi vida es aburrida, pero al menos es segura. Cuando no haya moros en la costa, me volveré al campo y me quedaré allí para siempre.

Cuentos clásicos: Para endulzarnos un poco.

Hansel y Gretel


Junto a un bosque muy grande vivía un pobre leñador con su mujer y dos hijos; el niño se llamaba Hänsel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer, y en una época de carestía que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día. Estaba el leñador una noche en la cama, cavilando y revolviéndose, sin que las preocupaciones le dejaran pegar el ojo; finalmente, dijo, suspirando, a su mujer: - ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo alimentar a los pobres pequeños, puesto que nada nos queda? - Se me ocurre una cosa -respondió ella-.
Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos. - ¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a cargar sobre mí el abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras. - ¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes! -. Y no cesó de importunarle hasta que el hombre accedió-. Pero me dan mucha lástima -decía. Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que su madrastra aconsejaba a su padre. Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hänsel: - ¡Ahora sí que estamos perdidos! - No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso.
Y cuando los viejos estuvieron dormidos, levantóse, púsose la chaquetita y salió a la calle por la puerta trasera. Brillaba una luna esplendoroso y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como plata pura. Hänsel los fue recogiendo hasta que no le cupieron más en los bolsillos. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel: - Nada temas, hermanita, y duerme tranquila: Dios no nos abandonará -y se acostó de nuevo. A las primeras luces del día, antes aún de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños: - ¡Vamos, holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque por leña-. Y dando a cada uno un pedacito de pan, les advirtió-: Ahí tenéis esto para mediodía, pero no os lo comáis antes, pues no os daré más. Gretel se puso el pan debajo del delantal, porque Hänsel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. Al cabo de un ratito de andar, Hänsel se detenía de cuando en cuando, para volverse a mirar hacia la casa. Dijo el padre: - Hänsel, no te quedes rezagado mirando atrás, ¡atención y piernas vivas! - Es que miro el gatito blanco, que desde el tejado me está diciendo adiós -respondió el niño.
Y replicó la mujer: - Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea. Pero lo que estaba haciendo Hänsel no era mirar el gato, sino ir echando blancas piedrecitas, que sacaba del bolsillo, a lo largo del camino. Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre: - Recoged ahora leña, pequeños, os encenderé un fuego para que no tengáis frío. Hänsel y Gretel reunieron un buen montón de leña menuda. Prepararon una hoguera, y cuando ya ardió con viva llama, dijo la mujer: - Poneos ahora al lado del fuego, chiquillos, y descansad, mientras nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros. Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego, y al mediodía, cada uno se comió su pedacito de pan. Y como oían el ruido de los hachazos, creían que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el tronco.
Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos, y se quedaron profundamente dormidos. Despertaron, cuando ya era noche cerrada. Gretel se echó a llorar, diciendo: - ¿Cómo saldremos del bosque? Pero Hänsel la consoló: - Espera un poquitín a que brille la luna, que ya encontraremos el camino. Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, el niño, cogiendo de la mano a su hermanita, guiose por las guijas, que, brillando como plata batida, le indicaron la ruta. Anduvieron toda la noche, y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que, al verlos, exclamó: - ¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Creíamos que no queríais volver! El padre, en cambio, se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado. Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país, y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido: - Otra vez se ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan, y sanseacabó. Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros. Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y pensaba: «Mejor harías partiendo con tus hijos el último bocado».
Pero la mujer no quiso escuchar sus razones, y lo llenó de reproches e improperios. Quien cede la primera vez, también ha de ceder la segunda; y, así, el hombre no tuvo valor para negarse. Pero los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se hubieron dormido, levantóse Hänsel con intención de salir a proveerse de guijarros, como la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo, no obstante, a su hermanita, para consolarla: - No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios Nuestro Señor nos ayudará. A la madrugada siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan, más pequeño aún que la vez anterior. Camino del bosque, Hänsel iba desmigajando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo. - Hänsel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -preguntóle el padre-. ¡Vamos, no te entretengas! - Estoy mirando mi palomita, que desde el tejado me dice adiós. - ¡Bobo! -intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que brilla en la chimenea. Pero Hänsel fue sembrando de migas todo el camino. La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. Encendieron una gran hoguera, y la mujer les dijo: - Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, echad una siestecita.
Nosotros vamos por leña; al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogemos. A mediodía, Gretel partió su pan con Hänsel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a buscar a los pobrecillos; se despertaron cuando era ya de noche oscura. Hänsel consoló a Gretel diciéndole: - Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he esparcido, y que nos mostrarán el camino de vuelta. Cuando salió la luna, se dispusieron a regresar; pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido los mil pajarillos que volaban por el bosque. Dijo Hänsel a Gretel: - Ya daremos con el camino -pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; sufrían además de hambre, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres, recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, echáronse al pie de un árbol y se quedaron dormidos.
Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se extraviaban más en el bosque. Si alguien no acudía pronto en su ayuda, estaban condenados a morir de hambre. Pero he aquí que hacia mediodía vieron un hermoso pajarillo, blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; y cantaba tan dulcemente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado, abrió sus alas y emprendió el vuelo, y ellos lo siguieron, hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; y al acercarse vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de bizcocho, y las ventanas eran de puro azúcar. - ¡Mira qué bien! -exclamó Hänsel-, aquí podremos sacar el vientre de mal año. Yo comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás cuán dulce es. Se encaramó el niño al tejado y rompió un trocito para probar a qué sabía, mientras su hermanita mordisqueaba en los cristales. Entonces oyeron una voz suave que procedía del interior: «¿Será acaso la ratita la que roe mi casita?» Pero los niños respondieron: «Es el viento, es el viento que sopla violento». Y siguieron comiendo sin desconcertarse. Hänsel, que encontraba el tejado sabrosísimo, desgajó un buen pedazo, y Gretel sacó todo un cristal redondo y se sentó en el suelo, comiendo a dos carrillos. Abrióse entonces la puerta bruscamente, y salió una mujer viejísima, que se apoyaba en una muleta. Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, meneando la cabeza, les dijo: - Hola, pequeñines, ¿quién os ha traído?
Entrad y quedaos conmigo, no os haré ningún daño. Y, cogiéndolos de la mano, los introdujo en la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas con ropas blancas, y Hänsel y Gretel se acostaron en ellas, creyéndose en el cielo. La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con el único objeto de atraerlos. Cuando uno caía en su poder, lo mataba, lo guisaba y se lo comía; esto era para ella un gran banquete. Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos ventean la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hänsel y Gretel, dijo para sus adentros, con una risotada maligna: «¡Míos son; éstos no se me escapan!». Levantóse muy de mañana, antes de que los niños se despertasen, y, al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillitas tan sonrosadas y coloreadas, murmuró entre dientes: «¡Serán un buen bocado!». Y, agarrando a Hänsel con su mano seca, llevólo a un pequeño establo y lo encerró detrás de una reja. Gritó y protestó el niño con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil. Dirigióse entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola rudamente y gritándole: - Levántate, holgazana, ve a buscar agua y guisa algo bueno para tu hermano; lo tengo en el establo y quiero que engorde.
Cuando esté bien cebado, me lo comeré. Gretel se echó a llorar amargamente, pero en vano; hubo de cumplir los mandatos de la bruja. Desde entonces a Hänsel le sirvieron comidas exquisitas, mientras Gretel no recibía sino cáscaras de cangrejo. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía: - Hänsel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordo. Pero Hänsel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, pensaba que era realmente el dedo del niño, y todo era extrañarse de que no engordara. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hänsel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso aguardar más tiempo: - Anda, Gretel -dijo a la niña-, a buscar agua, ¡ligera! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré. ¡Qué desconsuelo el de la hermanita, cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por las mejillas! «¡Dios mío, ayúdanos! -rogaba-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!». - ¡Basta de lloriqueos! -gritó la vieja-; de nada han de servirte. Por la madrugada, Gretel hubo de salir a llenar de agua el caldero y encender fuego. - Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa -. Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de cuya boca salían grandes llamas. Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -mandó la vieja. Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese en su interior, asarla y comérsela también. Pero Gretel le adivinó el pensamiento y dijo: - No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo lo haré para entrar? - ¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella -y, para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en la boca del horno. Entonces Gretel, de un empujón, la precipitó en el interior y, cerrando la puerta de hierro, corrió el cerrojo. ¡Allí era de oír la de chillidos que daba la bruja! ¡Qué gritos más pavorosos! Pero la niña echó a correr, y la malvada hechicera hubo de morir quemada miserablemente.
Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hänsel y le abrió la puerta, exclamando: ¡Hänsel, estamos salvados; ya está muerta la bruja! Saltó el niño afuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos, y cómo se arrojaron al cuello uno del otro, y qué de abrazos y besos! Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas. - ¡Más valen éstas que los guijarros! -exclamó Hänsel, llenándose de ellas los bolsillos. Y dijo Gretel: - También yo quiero llevar algo a casa -y, a su vez, se llenó el delantal de pedrería. - Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado -. A unas dos horas de andar llegaron a un gran río. - No podremos pasarlo -observó Hänsel-, no veo ni puente ni pasarela. - Ni tampoco hay barquita alguna -añadió Gretel-; pero allí nada un pato blanco, y si se lo pido nos ayudará a pasar el río -.
Y gritó: «Patito, buen patito mío Hänsel y Gretel han llegado al río. No hay ningún puente por donde pasar; ¿sobre tu blanca espalda nos quieres llevar?». Acercóse el patito, y el niño se subió en él, invitando a su hermana a hacer lo mismo. - No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; vale más que nos lleve uno tras otro. Así lo hizo el buen pato, y cuando ya estuvieron en la orilla opuesta y hubieron caminado otro trecho, el bosque les fue siendo cada vez más familiar, hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se colgaron del cuello de su padre. El pobre hombre no había tenido una sola hora de reposo desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; y en cuanto a la madrastra, había muerto. Volcó Gretel su delantal, y todas las perlas y piedras preciosas saltaron por el suelo, mientras Hänsel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron las penas, y en adelante vivieron los tres felices. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
¡Vamos a saltar de alegría!
Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el molinero mintió para darse importancia: - Además de bonita, es capaz de convertir la paja en oro hilándola con una rueca. El rey, francamente contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la llevó con él a palacio.
Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había también una rueca: - Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás desterrada. La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su collar.
La hija del molinero le entregó la joya y... zis-zas, zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación refulgía por el oro. Cuando el rey vio la proeza, guiado por la avaricia, espetó: - Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación. - Y le señaló una estancia más grande y más repleta de oro que la del día anterior.
La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín: - ¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro? - preguntó al hacerse visible. - Sólo tengo esta sortija - Dijo la doncella tendiéndole el anillo. - Empecemos pues, - respondió el enano. Y zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado.
Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció: - Repetirás la hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa - Pues pensaba que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el grotesco enano: - ¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema? - Preguntó, saltando, a la chica.
- No tengo más joyas que ofrecerte - y pensando que esta vez estaba perdida, gimió desconsolada. - Bien, en ese caso, me darás tu primer hijo - demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: “Quién sabe cómo irán las cosas en el futuro” - Dijo para sus adentros. Y como ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que el extraño ser la hilaba.
Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus súbditos para la celebración de los esponsales. Vivieron ambos felices y al cabo de una año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina había olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín reclamando su recompensa.
- Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras. - ¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? Quiero a tu hijo - exigió el desaliñado enano. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: - Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño.
Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta. Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando: - “Yo sólo tejo, a nadie amo y Rumpelstilzchen me llamo”
Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le contestó: - ¡Te llamas Rumpelstilzchen! - ¡No puede ser! - gritó él - ¡No lo puedes saber! ¡Te lo ha dicho el diablo! - Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.
Rincón de lectura.


Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.
Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.
El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.
-Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero.
-Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.
La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.
Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz y habla. Y podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ¡menudo barullo!
El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos.
-¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía?
-Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco más o menos.
Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda más remedio que respetarla y darla por buena.
-¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió calladito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad irradiaba de él!
De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación.
Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.
-¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante... -
Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. -¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla!-. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba.
En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero.
Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:
-Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas.
Y en esto se comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero... por las papillas.

El grillito cri-cri-cri




Nunca supe dónde vive, nunca en la 
casa lo vi, pero todos escuchamos al grillito cri-cri-cri.

¿Vivirá en la chimenea debajo de un baldosín; donde canta cuando llueve el grillito cri-cri-cri, donde canta cuando llueve el grillito cri-cri-cri?

¿Vive acaso en la azotea o en un tiesto en un balcón o en las ramas de algún árbol o metido en un cajón?

Nunca supe dónde vive, nunca en la casa lo vi, pero todos escuchamos al grillito cri-cri-cri, pero todos escuchamos al grillito cri-cri-cri.

Dónde puede estar metido que jamás lo pude ver; por más que seguí sus pasos nunca pude dar con él.

Nunca supe dónde vive, nunca en la casa lo vi, pero todos escuchamos al grillito cri-cri-cri, pero todos escuchamos al grillito cri-cri-cri.

Cuentos para deleitarnos.


La ratita presumida





Erase una vez, una ratita que era muy presumida. Un día la ratita estaba barriendo su casita, cuando de repente en el suelo ve algo que brilla... una moneda de oro. La ratita la recogió del suelo y se puso a pensar qué se compraría con la moneda.

- Ya sé me compraré caramelos... uy no que me dolerán los dientes. Pues me comprare pasteles... uy no que me dolerá la barriguita. Ya lo sé me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.-

La ratita se guardó su moneda en el bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita. Al día siguiente cuando la ratita presumida se levantó se puso su lacito en la colita y salió al balcón de su casa. En eso que aparece un gallo y le dice:

- Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo? - .

Y la ratita le respondió: - No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces? -

Y el gallo le dice: - quiquiriquí- . - Ay no, contigo no me casaré que no me gusta el ruido que haces- .

Se fue el gallo y apareció un perro. - Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo? - . Y la ratita le dijo:

- No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces? - . - Guau, guau- . - Ay no, contigo no me casaré que ese ruido me asusta- .

Se fue el perro y apareció un cerdo. - Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo? - .

Y la ratita le dijo: - No sé, no sé, ¿y tú por las noches qué ruido haces? - . - Oink, oink- . - Ay no, contigo no me casaré que ese ruido es muy ordinario- .

El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato blanco, y le dice a la ratita: - Ratita, ratita tú que eres tan bonita ¿te quieres casar conmigo? - . Y la ratita le dijo:

- No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches? - . Y el gatito con voz suave y dulce le dice: - Miau, miau- . - Ay sí contigo me casaré que tu voz es muy dulce.-

Y así se casaron la ratita presumida y el gato blanco de dulce voz. Los dos juntos fueron felices y comieron perdices y colorín colorado este cuento a terminado.
                                                                                              FIN.
La Sirenita.



Había una vez...
...Un hermoso lugar, en lo más profundo de los mares donde el agua es pura y transparente como el cristal, y en ella abundan las plantas, las flores y los peces de formas extraordinarias.
Allí existía un esplendoroso palacio que pertenecía al Rey de los Mares.  Estaba realizado de coral y de caracolas y adornado con perlas de todos tamaños, estrellas y esponjas, y allí vivía el rey junto con sus seis lindas hijitas.


Sirenita, la más joven, además de ser la más bella, poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusa al oírla dejaban de flotar. La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas. "¡Oh!, ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!" "Todavía eres demasiado joven". Respondió la madre. "Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para salir a la superficie, como a tus hermanas".
Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín ornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada. Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor. "¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres, Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias!" Apenas su padre terminó de hablar, Sirenita le di un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera.


Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer . El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida. "¡Qué hermoso es todo!" exclamó feliz, dando palmadas. Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al escollo donde estaba Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. "¡Cómo me gustaría hablar con ellos!". Pensó.
Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: "¡Jamás seré como ellos!". A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: "¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!". La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón. La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. Sirenita se dio cuenta enseguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida. "¡Cuidado! ¡El mar...!" En vano Sirenita gritó y gritó.
Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe lo tuvo en sus brazos. El joven estaba inconsciente, mientras Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura.
Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo. Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar. "¡Corred! ¡Corred!" gritaba una dama de forma atolondrada. "¡Hay un hombre en la playa!" "¡Está vivo! ¡Pobrecito! ¡Ha sido la tormenta...! ¡ Llevémosle al castillo!" "¡No!¡No! Es mejor pedir ayuda..." La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas. "¡Gracias por haberme salvado!" Le susurró a la bella desconocida. Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de que fuese ella y no la otra, quién lo había salvado. Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos! Cuando llegó a la mansión paterna, Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en su garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos.
Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, Sirenita, nunca podría casarse con un hombre. Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla. "¡...por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor." "¡No me importa" respondió Sirenita con lágrimas en los ojos, "a condición de que pueda volver con él!" "¡No he terminado todavía!" dijo la vieja." Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola. "¡Acepto!" dijo por último Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera. Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído. "No temas" le dijo de repente,"estás a salvo. ¿De dónde vienes?" Pero Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle. "Te llevaré al castillo y te curaré."
Durante los días siguientes, para Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio. Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa. Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de Sirenita. La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro.
Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo. Al caer la noche, Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar.
Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas: "¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo  y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas." Como en un sueño, Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma.
Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y, Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de campanillas: "¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!" "¿Quienes sois?" murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la voz "¿Dónde estáis?" "Estas con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos." Sirenita , conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban: "¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras!  Tenemos mucho trabajo. ¿Quieres ayudarnos?
-¡Claro que quiero! -gritó con alborozo la sirenita.
Y calmada, contenta, ligera, se lanzó en seguimiento de las hijas del aire.